23 de septiembre
El cortejo fúnebre, que lo acompañó a su sepultura, fue una llamarada de luz. Neruda se iba para quedarse. Él, poeta de la vida misma, aceptó entrar a su última embajada, la de su muerte, y se marchó con ella al exilio. Puedo decirles la fecha exacta: 23 de septiembre de 1973. Entonces, el acento de su voz de organillo se contuvo en el silencio. Fue una rebelión contra la estridencia de los bandos militares que, como una rabiosa jauría, como un ladrido maligno, trajeron los parlantes de la radio y los televisores. Todo el territorio de la patria sonaba como un campo de concentración. Ese año nunca terminó el invierno. No hubo laureles para hacer coronas, solo púas. Y aun así, un puñado de mujeres y hombres -yo creo que labradores, tejedores, pastores silentes, domadores de guanacos tutelares, albañiles del andamio y alfareros de la greda-se reunieron en torno a él para darle el agua y la esperanza que necesitaba en su viaje a las honduras de la Pachamama. Ellos mantuvieron encendida la vieja lámpara, y los agentes, ocultos detrás de sus lentes de calabozo, no pudieron capturar ese foco lumínico. El testamento de Allende-cuando anunció que algún día se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre- comenzó a cumplirse. Esos pocos fueron una multitud, que apegó sus cuerpos como imanes. Nunca tuvo más sentido el nombre de esa alameda que conduce al cementerio: Avenida La Paz. Con Neruda supimos que la libertad volvería si llenábamos las calles de disidencia para recibirla. Solo había que juntar todos los silenciosos labios del dolor para recitar -primero, con un murmullo- una oda marina hasta convertirla en un canto general de tempestad ciudadana.
Francisco Javier Estévez, director ejecutivo del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.