CRISIS
La pandemia declarada en 2020 puso al descubierto la vulnerabilidad en la que se encontraban miles de trabajadoras y trabajadores.
Bastaron pocas semanas de confinamiento para que muchas personas con trabajos informales, independientes o dedicadas a sectores de servicios y construcción, se vieran afectadas en su capacidad de generar ingresos.
Las pocas políticas públicas adoptadas tardíamente no fueron capaces de proteger a las personas y quedó al descubierto, así, la gran inequidad estructural de nuestra sociedad.
Tanto en el pasado como hoy, las ollas comunes han surgido como respuesta comunitaria ante una crisis y un Estado que no entrega las herramientas para poder superarla. Producto de estas crisis y la cesantía asociada, el hambre no tarda en aparecer. No hay mejor prueba de
la expansión del hambre en el país, que el surgimiento de las ollas comunes en todo su territorio.
Al principio, un sentimiento de vergüenza se apodera de las personas que sufren hambre. La vergüenza es provocada también por el sistema, ya que instala la idea de una falsa meritocracia que da a entender que quien no tiene, es responsable de esa situación. Sin embargo, la necesidad imperiosa de alimentar a hijas e hijos es lo que ha obligado ayer y hoy, sobre todo a las mujeres, a vencer ese sentimiento y salir a la calle a organizarse. Al romper esa inhibición y encontrarse con otras en la misma situación, entienden que su precariedad económica no es producto de una responsabilidad individual, si no que es consecuencia de una inequidad estructural que hace que muchos estén en la misma situación. Poco a poco, ese sentimiento de vergüenza es reemplazado por conciencia crítica, estima social y orgullo de ser capaces de sacar a sus familias adelante, a pesar de un sistema que no las respalda. Surge también, desde allí, la necesidad de proyectar cambios en el ámbito doméstico, político, económico y social.
El Plan de Gestión del Museo de la Memoria y los DD.HH. cuenta con financiamiento del Servicio Nacional del Patrimonio Cultural.